Desde “la guerra contra el narcotráfico” impulsada por Felipe Calderón en 2006, la violencia del crimen organizado se ha profundizado en las poblaciones rurales de todo México. Por este motivo, en esta región del noroeste, las familias indígenas han comenzado a abandonar sus comunidades con el objetivo de escapar de la escasez de alimentos, los enfrentamientos armados, las violaciones a mujeres y el reclutamiento forzado de los hombres. Por su parte, los niños son los que más sufren la violencia de los cárteles por la desnutrición, el impacto emocional y la falta de educación.

Chihuahua, Chih.- En el estado de Chihuahua, las violencias que provocan el desplazamiento forzado se concentran en zonas como la Sierra Tarahumara, una región con escasa presencia institucional y cuya población ha sido históricamente marginada. De facto, se ha destinado a estas comunidades a la provisión de recursos para las industrias forestal y minera, el abastecimiento de agua para zonas agrícolas y, en ciertas regiones, la producción de enervantes. Esta extracción de recursos no se traduce en desarrollo económico para la región: por el contrario, perpetúa condiciones estructurales de pobreza.

Si bien existen innumerables casos de desplazamiento forzado en la Sierra Tarahumara, aún no se cuenta con un estimado actualizado del número total de personas desplazadas, ya que el Estado no ha realizado un censo (a pesar de los mandatos legales existentes). Sin embargo, en 2022, un grupo de organizaciones documentó 61 eventos de desplazamiento que afectaron, al menos, a 1.703 personas. Este informe fue entregado con motivo de la visita oficial de Cecilia Jiménez-Damary, la Relatora Especial de la Organización de Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos de los Desplazados Internos.

Solo en los últimos dos años, los medios de comunicación han reportado cientos de familias desplazadas en varios municipios serranos, principalmente, pertenecientes a los pueblos Rarámuri, Ódami, Pima y Guarijío. Esta situación responde al poderío de organizaciones criminales que, además de controlar territorios, se han infiltrado en estructuras políticas, policiales e institucionales.

Crimen organizado y respuesta del Estado

Tras asumir la presidencia en 2006, Felipe Calderón lanzó la denominada “guerra contra el narcotráfico”. Durante su sexenio, se contabilizaron más de 70.000 homicidios violentos. Sin embargo, el resultado fue el opuesto al esperado. En ese periodo se multiplicaron los cárteles y formaron sus propios ejércitos. Mientras el tráfico de drogas se iba expandiendo, la violencia se intensificaba exponencialmente. A pesar de los pésimos resultados, los presidentes posteriores mantuvieron estrategias similares y generaron aún más violencia.

Estas dinámicas han derivado en una diversificación de las economías criminales: tala ilegal a gran escala, control de ejidos (como se denomina a la forma legal de propiedad agraria en México), extorsiones a comercios (incluidos el turismo), cobros a beneficiarios de programas sociales, venta de alcohol y extracción ilegal de oro, donde también se exige ‘cuota’ a los gambusinos (buscadores de oro artesanales).

Obligados a desplazarse

La violencia se presenta en distintos niveles de intensidad, pero la mayoría de las veces comienza con los asedios prolongados que impiden el acceso a alimentos, salud y educación. Luego, en su máxima expresión, se registran enfrentamientos armados intensos que, a veces, pueden llegar a durar varios días. En consecuencia, ante la falta de respuesta de las autoridades, a la población no le queda otra que refugiarse en sus propias casas. Los grupos armados (‘los malos’ o ‘los malandros’) amenazan a las familias para que se unan a sus filas, generando un clima generalizado de terror.

Cuando es posible, las familias enteras escapan a pie para evitar ser vistas, lo que agrava las condiciones físicas y emocionales, especialmente para niñas, niños y personas mayores. Cuando por fin llegan a una comunidad que los recibe, las personas suelen estar hambrientas, sin abrigos, enfermas y exhaustas.

El control territorial de los grupos criminales impone restricciones al abastecimiento de alimentos con el objetivo de debilitar al grupo contrario. Esto suele provocar desnutrición severa (especialmente en infancias ya vulnerables), que solo son detectadas cuando acuden brigadas médicas, que cada vez llegan con menos frecuencia. Las escuelas también se ven afectadas: cuando aumenta la violencia, las y los docentes dejan de acudir, generando retrasos académicos significativos.

Aunque muchas familias se resisten a dejar sus comunidades, el aumento de la violencia a través de asesinatos, amenazas, violaciones y reclutamiento forzado las obliga a desplazarse para proteger su vida y su libertad. Aun así, las personas desplazadas suelen ser criminalizadas por las autoridades y el resto de la sociedad, que cuestionan sus motivaciones o supuestos vínculos con grupos delictivos.

Ciclos agrícolas interrumpidos, reclutamiento forzado y violencia sexual

Los efectos del desplazamiento forzado pueden clasificarse en impactos comunitarios, familiares e individuales, incluyendo diferencias por género y edad. Además, la amenaza o el desplazamiento afectan profundamente a la organización colectiva, interrumpen la toma de decisiones a nivel colectivo, la cooperación entre las familias y las ceremonias tradicionales que celebra toda la comunidad.

Como los ciclos agrícolas se interrumpen por la violencia, las familias se ven obligadas a depender de la ayuda externa para su subsistencia. Las tierras y viviendas se pierden, y las personas desplazadas que no logran regresar a su hogar deben comenzar de nuevo, en contextos que no les permiten producir sus alimentos ni reproducir su cultura. El desarraigo implica un proceso de desterritorialización: alejarse del territorio es también alejarse de su identidad indígena, ya que está profundamente ligada al entorno natural. Las familias, antes sostenidas por la vida en el rancho, ahora viven hacinadas y deben asumir nuevas actividades económicas que suelen ser precarias.

Los hombres jóvenes son reclutados a la fuerza y, si se niegan, los acusan de pertenecer al cártel contrario, los amenazan y, en casos extremos, los asesinan. Muchas familias huyen especialmente para protegerlos. Por su parte, las mujeres jóvenes también enfrentan riesgos de violencia sexual, lo que motiva los desplazamientos preventivos. En algunas familias, los adultos mayores se resisten a dejar sus hogares y los demás miembros los apoyan a la distancia, pues cuando estos adultos son desplazados, el trauma emocional les suele provocar enfermedades.

Comunidades bajo ataque

En septiembre de 2024, la comunidad de Cinco Llagas, en el municipio de Guadalupe y Calvo, fue blanco de múltiples ataques armados. Quienes contaban con medios para huir lo hicieron ni bien comenzó el asedio. Posteriormente, las autoridades estatales y federales concentraron a la población en la escuela local, pero apenas brindaron ayuda humanitaria y no ofrecieron condiciones para salir, pese a la persistencia de la violencia.

En contraste, en Santa Tulita y sus rancherías, las familias resistieron el desplazamiento con apoyo de organizaciones civiles. Aunque muchas lograron permanecer en la comunidad, los hombres no pueden salir a conseguir víveres y el aislamiento persiste. Este lugar representa el centro social más importante para la población ódami, que tuvo que atestiguar cómo sus viviendas eran saqueadas o destruidas, su ganado robado y sus terrenos ocupados. El Estado no ha garantizado la protección de bienes ni el retorno seguro de las personas desplazadas.

En diciembre de 2024, cientos de familias huyeron de sus hogares en la zona de Dolores, empujados por el terror, pues las balaceras no solo eran constantes, sino que también se prolongaban por horas y, a veces, hasta por días.

A comienzos de 2025, también fueron atacados a balazos un sacerdote, una presidenta seccional y el general del ejército. En consecuencia, en junio se suspendieron las clases y los servicios religiosos, y la presidenta municipal de Guadalupe y Calvo pidió a la gente que no saliera de sus casas ante la ola de violencia.

A pesar de la profundización de los ataques de los grupos armados, las autoridades son completamente indiferentes al padecer de la sociedad. Recientemente, la gobernadora de Chihuahua, María Eugenia Campos Galván, manifestó que no hay enfrentamientos armados entre criminales en Guadalupe y Calvo, y aseguró que solo habían sido balazos tirados al aire para provocar la sensación de inseguridad. Sin embargo, lo que ocurre en este municipio se replica en otros como Uruachi y Moris: en los últimos seis meses se han desplazado cientos de familias del pueblo Guarijó a poblaciones urbanas para huir del conflicto armado.

En pie de lucha, con dignidad y con alegría

Mediante el trabajo de fortalecimiento y capacitación que las comunidades en ‘Mala Noche’ han realizado durante los últimos tres años, se ha llegado a la conclusión de que la comunitariedad es la vía de protección y defensa de los derechos colectivos de los Pueblos Indígenas. La permanencia en sus lugares de origen y la garantía de medios de subsistencia para la vida son la base para que puedan vivir en comunidad, ejercer sus derechos y, expresar su identidad cultural y sus tradiciones.

Sin embargo, no existen, hasta ahora, programas integrales que ofrezcan soluciones duraderas. Algunos programas como Sembrando Vida, que requieren la permanencia de sus beneficiarios en el territorio, han ayudado a que ciertas familias mantengan vínculos con sus comunidades y consideren el retorno cuando las condiciones lo permiten. Pero estas medidas son insuficientes frente al desarraigo, la violencia y la injusticia.

La falta de reconocimiento de los derechos colectivos de los Pueblos Indígenas, la ausencia de una política pública de prevención de la violencia que tome en cuenta la opinión y la acción de las comunidades, así como la falta de reconocimiento del problema y sus afectaciones son algunas de las causas por las cuales el fenómeno del desplazamiento forzado interno continúa siendo invisibilizado, desacreditado y minimizado por el Estado mexicano.

Lejos de un acompañamiento, las personas afectadas son criminalizadas y abandonadas a su suerte, mientras se mantiene el discurso oficial que niega la realidad y, por tanto, niega a las víctimas. Esta es una omisión seria y una grave violación a los derechos de los pueblos y comunidades indígenas de Chihuahua y de México. Mientras tanto, las comunidades indígenas de Guadalupe y Calvo resisten día a día, buscan cuidar la vida e intentan adaptarse a sus nuevas realidades, en pie de lucha, con dignidad y, por momentos, con alegría.

Con información de: Consultoría Técnica Comunitaria (CONTEC) / Debates Indígenas

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